viernes, 6 de marzo de 2015

Niña que sube a una silla para alcanzar a un gatito


Lorenz Frølich (Danish, 1820–1908) Child Climbing a Chair to Reach for a Kitten, 1835–1903. The Metropolitan Museum of Art, New York


Era una mocosa de unos cinco años cuando me puse a investigar por el pajar de la casa de mis padres, allá en La Mancha. Había una serie de recovecos que las gallinas utilizaban para depositar sus huevos. Entonces descubrí que en algunos huecos no había polluelos ni aves con plumas, sino unos seres peludos con ojos que brillaban en la oscuridad. Así comenzó mi historia de amor con los felinos. 

Pronto aprendí a domesticar a tan ariscos animales. Bajo las caricias de mis manos, su piel se volvía suave y sonaba un sonido embriagador y único: el ronroneo. Creo que por primera vez mi corazón supo lo que es latir deprisa y aumentar de tamaño. 

El paso siguiente fue introducir a tan misteriosas y deliciosas criaturas en el hogar. No recuerdo qué dijeron mis padres. Con seguridad mi padre se opuso y mi madre me apoyó. Pero una fuerza de la naturaleza como la de esos mininos en mis manos no podía ser vencida por ninguna norma paterna ni materna. Los gatitos anidaron en mi casa, en mis sillas, en mi cama... Los gatos han seguido anidando en mi vida desde entonces. Lo único estable y fiel y fiable y seguro y que puede llenarme el corazón y acompañarme en las noches solitarias...

Por eso me siento identificada con esa niña que sube a una silla para alcanzar a un gatito. Un gato que a veces viene a mis brazos y a veces no. Pero lo hace sin malicia. Sin dobles intenciones. Sin hipocresía. Como solo sabe hacerlo un gato. Cuando le da la real gana. Y yo sé que venga o no, me es fiel y me quiere y no me abandonará nunca... Como dijo aquel: cuanto más conozco a la humanidad, más amo a mi gato...